Se debate mucho sobre la decadencia de Estados Unidos, pero no cabe duda de que sigue siendo en cierta forma el epicentro simbólico del mundo. Y es en este epicentro dónde dos tendencias diametralmente opuestas han emergido con fuerza: el movimiento “woke” y el fenómeno representado por Trump, esparciéndose después por todo el planeta y tratando de resetear la historia. Inicialmente parecen estar en extremos opuestos, pero un análisis más profundo revela un denominador común: ambas tendencias son delirantes.
El delirio, entendido como una alteración grave que produce ideas infundadas o inconsistentes y desconectadas de la realidad, es el eje que define a estas dos corrientes. Ambas intentan reinterpretar y moldear la realidad según sus propios esquemas alucinatorios extremos, proyectando sobre el mundo narrativas que recuerdan una suerte de nueva edad media pero ahora digital, repleta de cruzadas virtuales, linchamientos sociales en medio de bailes de “village people”, quema de brujas mediática y el surgimiento de una nueva “religión”: la inteligencia artificial como salvadora del mundo.
Podríamos afirmar que estas tendencias son intentos colectivos de dar sentido a una realidad en constante crisis y transformación. Su carácter delirante radica en su incapacidad para validar sus discursos fuera de su propia lógica interna, reaccionando generalmente de una forma histérica e histriónica dando un lugar importante al espectáculo, no importa de que tipo.
El concepto “woke” inicialmente se refería a cuestiones raciales, ampliándose luego a preocupaciones de género y sexualidad. En la actualidad, se ha convertido en sinónimo de tendencias de izquierda y progresistas. Lo que ha hecho el movimiento “woke” es diluir las grandes luchas ideológicas y sociales del pasado, reemplazándolas por un activismo atomizado y simbólico.
Se ha pasado de hablar de cambios estructurales y transformación económica a acciones reivindicativas que se reducen a gestos como separar la basura, no usar plástico o evitar el masculino genérico como protesta contra la explotación femenina. Este minimalismo defensivo, que roza la obsesión por los detalles y la paranoia interpretativa y semántica, impide la generación de una visión crítica o autocrítica que permita una alternativa efectiva a la crisis epocal que vivimos.
Lejos de promover un cambio estructural, esta corriente ha caído en un nominalismo y minimalismo extremos, donde las palabras y los gestos simbólicos sustituyen la acción concreta. Es un discurso ensimismado que busca redefinir los derechos humanos desde una perspectiva hiperindividualista y descontextualizada, perdiendo de vista los problemas estructurales que dieron origen a estas luchas.
En el otro extremo, está el movimiento trumpista que propone un regreso al pasado bajo el disfraz de una “batalla cultural”. Esto refleja una visión retardataria que busca un regreso a un pasado idealizado, desconectado de las realidades y los retos del siglo XXI, como el cambio climático, las desigualdades globales y la interdependencia económica.
El trumpismo busca reconfigurar el panorama interpretativo actual, cuestionando la realidad misma, y con una carga emocional que raya en el fanatismo. Cualquier crítica a su postura es rechazada con etiquetas descalificativas, mostrando una aversión absoluta al diálogo y a la autocrítica.
Un ejemplo, Musk hace el saludo fascista con ánimo y entusiasmo, y lo repite dos veces, pero cuando llegan las críticas de que es un saludo fascista, aparece una respuesta: “esa es tu interpretación sesgada, yo no lo hice con ese sentido, estas haciendo violencia interpretativa sobre mi acto efusivo y entusiasta.” Una respuesta pasivo agresiva. ¿Qué hubiese pasado si el primer ministro alemán hace ese mismo gesto?
Bien, además a pesar de sus diferencias aparentemente extremas ambas tendencias comparten otra característica fundamental: son manifestaciones de una profunda estupidez colectiva.
La estupidez, entendida no solamente como superficialidad, sino como la incapacidad persistente de aprender de la experiencia y adaptarse a nuevas situaciones, no es solo un rasgo individual; es un síntoma cultural.
Schopenhauer describía la estupidez como una fuerza ciega e irracional que impulsa a las personas a actuar de manera destructiva. Esta fuerza se glorifica en nuestra cultura contemporánea, donde la rapidez y la apariencia son más valoradas que la profundidad y la reflexión.
La estupidez colectiva diluye la inteligencia individual y da lugar a creencias irracionales, como el negacionismo climático, los movimientos antivacunas o la proliferación de teorías conspirativas reptilianas. En estos contextos, las redes sociales amplifican las ideas prefabricadas, dificultando el diálogo y perpetuando la ignorancia.
En el contexto de las sociedades contemporáneas, la estupidez ha dejado de ser entendida como un simple atributo personal para convertirse en un síntoma cultural profundamente arraigado. Este fenómeno se observa en la glorificación de lo superficial, donde las redes sociales y los medios de comunicación masiva favorecen contenidos banales y efímeros, eclipsando un posible pensamiento crítico y una reflexión más profunda.
La cultura de la inmediatez refuerza este proceso, incentivando respuestas rápidas y emocionales en lugar de análisis meditados. La estupidez cultural no se limita a la ignorancia, sino que se refleja en la incapacidad colectiva para discernir entre lo esencial y lo trivial, alimentando una dependencia hacia simulacros que no representan la realidad, sino su versión más vacía y distorsionada.
La estupidez cultural, en este sentido, actúa como un freno al desarrollo humano al promover una apatía intelectual que dificulta la solución de problemas estructurales. Más allá de una cuestión individual, este síntoma revela una crisis de valores en la que la búsqueda de sentido profundo se sustituye por el consumo desenfrenado de distracciones, perpetuando un estado de alienación colectiva.
En un mundo dominado por el cambio constante, las tendencias “woke” y trumpista no son más que reflejos extremos de nuestra incapacidad colectiva para adaptarnos de manera constructiva. Ambas tendencias intentan dar sentido a una realidad compleja, pero lo hacen desde conceptualizaciones extremas, cerradas y dogmáticas.
Lo preocupante no es solo la existencia de estas tendencias, sino su capacidad para perpetuar la estupidez funcional: una desconexión entre acción y consecuencia alimentada por la falta de introspección y la resistencia al cambio.
Quizás el mayor desafío que enfrentamos no es la polarización en sí, sino la necesidad de superar esta estupidez colectiva que impide el diálogo, el aprendizaje y la construcción de un futuro común. Si queremos avanzar, debemos empezar por reconocer la peligrosidad de estos discursos cerrados y apostar por una inteligencia colectiva que valore la crítica, la reflexión y la apertura al cambio.
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