¿Cómo quisieras ser recordada(o) por los hombres (mujeres) que amaste y te amaron? ¿Crees que de vez en cuando te recuerden? ¿Qué recordaran? ¿Lo bueno? ¿Lo malo? ¿Lo harán con arrepentimiento, nostalgia o la “simple” alegría de haberte conocido?
No puedo responder con certeza a ninguna de esas preguntas pero llevo varios días pensando en la primera. De repente es como si quisiera que ellos recordaran la misma Jessica que yo recuerdo.
Quisiera que mi novio del liceo/inicios de la universidad recordase el día que le regalé los utensilios que le faltaban para avanzar en sus estudios de gastronomía, mi sonrisa cuando lo vi vestido de chef, el placer con el que saboreé cada uno de los postres que aprendió a hacer. Ergo: mi empeño en apoyar los sueños del otro.
Quisiera que mi segundo novio recordase la fiesta de la que nos escapamos para pasar horas y horas conversando en las escaleras, las runas que le obsequie en su cumpleaños, la forma en que- ya estando grande- devoré todos los libros de Harry Potter que me regaló, lo inmensamente feliz que fui aquel fin de semana en la isla de Coche, mi capacidad de estar tras su accidente de tránsito… aunque nuestro amor ya estaba al borde de la muerte. Ergo: mi capacidad de reconocer y anteponer lo humano, lo importante.
Desearia que mi tercer novio recordase nuestro viaje por Suramérica, mi espíritu mochilero y el agradecimiento infinito que sentí por todas sus enseñanzas, pero también mi presencia en sus conciertos, en la orilla de Los Caracas viéndolo surfear o esperando que cayera del paracaídas, sobándome la rodilla porque fracasé en mis intentos de aprender a manejar su moto. Ergo: mi posibilidad de querer y crecer en la diferencia.
Esperaria que mi relación más fugaz y divertida (independientemente de su final) recordase aquella conversación telefónica donde repetía “hola, linda”, “claro, linda”, “hasta mañana, linda”; mi magistral “coño vale, te faltó decirle linda una vez más”; su “Jessica, mi amor, la caraja se llama Linda” y mi “ay, por favor, nadie puede llamarse Linda”… hasta que conocí a Linda. Ergo: como casi siempre mis arrecheras son neutralizadas por un mar de risas.
Quisiera que mi ex narcisista no olvidara lo comprensiva que fui, mi confianza absoluta aún cuando todo lucia turbio, nuestra química intelectual, la forma en que creábamos otros mundos. Ergo: mi capacidad de confiar en el otro, en la bondad de las almas.
Anhelaria que Gonza me recuerde borracha pidiéndole que me llevase a la Arboleda, cantando vallenatos a todo volumen en su carro, bailando en la sala de su casa, obteniendo el trabajo de mis sueños y dejándolo porque no se parecía a lo que soñé, aplaudiendo y gritando de alegría en su graduación, organizando sus cumpleaños, dándolo todo para no perder a mi papá, comiendo helados, botando la torta que se me quemó (cuando a él aún le daban risa y no tristeza mis arrebatos), confiando en que Totoro sobreviviría y sería el gato más hermoso de la ciudad (aún cuando la veterinaria nos dijo que tendría enanismo), pidiéndole que “revisara” mis textos, que me leyera algo para ayudarme a sortear el insomnio, feliz durante el eco de aquella consulta de ginecología/planificación familiar donde la doctora dijo: “acá irá el bebé cuando estén embarazados…” aunque eso nunca haya llegado, soñando que llegaría y yo haría yoga en el baño como en ‘El cuarto de al lado‘ de Fito. Ergo: amando y creyendo en el amor como una elección diaria.
Pero sobre todo quisiera que lo amores por venir me encuentren y recuerden capaz de detectar los errores que subyacen en lo anteriormente enumerado, sabiendo que el amor no se compra ni permanece porque yo sea espléndida o sacrificada, capaz de identificar mi miedo al abandono, de no poner al otro antes ni por encima de mí, de no querer que él lo haga, consciente de que las diferencias a veces son más grandes que el deseo, que el amor no es omnipotente, que no se sostiene de un solo lado, y que dejar de idealizarlo es lo más sano que podemos hacer.
Quisiera que los amores por venir me hallen menos “tóxica”. Si, ya soy capaz de aceptar mi toxicidad y mi tendencia a volver tóxicas algunas cosas. Que me encuentren sabiendo que el otro no debe estar 24/7 para mí, ni convertirse en mi esclavo o desdibujarse en nombre del amor, entendiendo que –aún en medio del dolor- el mundo no gira ni debe girar en torno a mí, que debo procurar un hombre que me ame, no que se desviva por mí; que me quiera, no que me necesite; que me escoja, no que busque poseerme ni tema perderme; y poder amarlo igual. Y es jodido, lo es para mi mente, donde si alguien no teme perderme, no me ama.
Salté del darlo todo al querer robarme la energía del otro, del “dale, jodeme, pero no me dejes” al “a mí nadie me va a joder, no me ames, mejor déjame de una vez” con su consecuente muro. Pero el mar me habló. Tal vez lo hizo tan fuerte que mi cuerpo respondió con una otitis media que me trae medio sorda, medio loca. Las olas gritaron: reacciona, querida, mírate, ninguno de esos extremos se parece a lo que quieres para ti.
Pienso en cómo terminar esta columna y mis ojos se fijan en los discos de acetato maltratados de “un amigo no consolidado” (chiste interno), en el fondo está uno de mis preferidos, uno que he escuchado mil veces, con ron, con vino, en soledad: ‘Maestra vida’, mi canción favorita, el titulo de todo, el mensaje de estos días:
“Paso por días de sol, luz y de aguaceros, paso por noches de tinieblas y de lunas, paso afirmando, paso negando, paso con dudas, entre risas y amarguras, buscando el por qué y el cuándo”. Pero paso… camino. Tal vez no “encuentre respuestas antes de la hora en que yo muera” pero buscarlas le habra dado sentido a mi vida.


Por: Jessica Dos Santos / Instagram: Jessidossantos13
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