Una torta blanca, aunque sea negra


Una de las cosas que aprendí cuando estudiaba en la universidad es que cuantas más preguntas te hagas sobre situaciones y eventos que pasan por naturales, más curiosas se vuelven las respuestas y más ventanas se te abren. Eso aprendí de Gregory Bateson, de sus libros y del profesor de antropología que nos los hizo leer. Mi profesor nos insistía: «Las certezas son atajos prácticos, pero las preguntas incómodas son las que transforman». Y tenía razón. La sociedad nos enseña a buscar respuestas rápidas, pero ¿qué perdemos cuando dejamos de formular preguntas profundas? Me di cuenta de que las certidumbres sirven como resúmenes para tomar decisiones a corto plazo, pero las preguntas que cuestionan —como las de los niños— son las más valiosas.

Preguntarse es una acción fundamental que nos define como seres humanos. Es a través de las preguntas que buscamos darle sentido a nuestra existencia, comprender el mundo que nos rodea y explorar las profundidades de nuestra conciencia.

Hoy, aunque tenemos acceso a más información que nunca, el pensamiento crítico se diluye entre algoritmos y respuestas prefabricadas. ¿Será que tememos más a la libertad de dudar que a la opresión de las certezas dogmáticas? En la era digital, donde los algoritmos nos entregan respuestas antes de formular preguntas, el acto de indagar se vuelve un acto revolucionario. Las redes sociales y los motores de búsqueda nos condicionan a consumir información empaquetada, donde la reflexión se sustituye por scroll y la duda por inmediatez. Como señaló el filósofo coreano Byung-Chul Han, «la sociedad del rendimiento no tolera el vacío; prefiere llenarlo con ruido». Este ruido —una cacofonía de datos, “likes” y tendencias— nos entrena para aceptar, no para cuestionar. Mientras las pantallas nos susurran certezas, recordemos que fue una pregunta, no un clic, la que cambió el curso de la historia.

La paradoja es clara: tener todo el conocimiento al alcance de un dedo no nos ha hecho más sabios, sino más dependientes de verdades superficiales. Los algoritmos refuerzan cámaras de eco, donde las preguntas incómodas son ahogadas por consensos artificiales. ¿Cuántos Galileos modernos son silenciados por un sistema que premia la conformidad con visibilidad y la rebeldía con cancelación? La tecnología, en su promesa de conectarnos, puede aislarnos en burbujas donde ni siquiera sabemos qué estamos. Por eso, hoy más que nunca, preguntar es un acto de resistencia: es rechazar el menú prediseñado y exigir cocinar nuestro propio banquete de ideas.

De niños, el mundo era un laberinto de «¿por qué?»: ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué existen las injusticias? Con los años, sin embargo, ese impulso se apaga. La rutina, las expectativas sociales y la comodidad del piloto automático nos convierten en seres funcionales, no inquisitivos. El ego —esa coraza de roles y certezas— reemplaza a la curiosidad. Como bien advierte Krishnamurti: «No es signo de salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma».

No hacer preguntas implica resignarse a habitar un mundo de superficies, donde lo establecido se acepta como inmutable y lo complejo se reduce a eslóganes. Es una forma de autoexilio intelectual: al dejar de cuestionar, renunciamos a explorar los «porqués» que yacen bajo las normas, las tradiciones e incluso nuestras propias decisiones. Esta actitud no solo limita el entendimiento, sino que perpetúa sistemas de poder que dependen de la pasividad colectiva. Como advirtió Hannah Arendt, «la banalidad del mal florece en la ausencia de reflexión crítica»; cuando no interrogamos las órdenes, los prejuicios o las jerarquías, nos convertimos en cómplices silenciosos de estructuras que podrían ser injustas. La falta de preguntas no es neutral: es un acto de conformidad que consolida lo existente, incluso cuando lo existente oprime.

Pero la consecuencia más insidiosa de no preguntar radica en la erosión de nuestra propia agencia. Al evitar las interrogantes incómodas —sobre nuestro rol en la sociedad, las contradicciones éticas que normalizamos o las narrativas que internalizamos sin filtro—, cedemos la capacidad de reinventarnos y de transformar nuestro entorno. Nos volvemos prisioneros de un status emocional e intelectual, donde el ego, cómodo en su ilusión de control, reemplaza la curiosidad con dogmas. Como escribió Kafka: «No hace falta que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera simplemente. Ni siquiera esperes, permanece inmóvil y en silencio. El mundo se te ofrecerá para ser descubierto». Pero ese silencio, cuando es impuesto por el miedo a indagar, no revela mundos: los oculta. La no pregunta es una rendición ante el misterio de existir, un pacto con la mediocridad que nos niega la posibilidad de asombrarnos, de crecer o de rebelarnos.

Las preguntas nacen de la curiosidad —como la del gato—, y esta es la base del aprendizaje y la innovación. Preguntar no es solo indagar; es desafiar lo establecido. Imaginemos a Sócrates cuestionando a Atenas, a Galileo desafiando dogmas. Recordemos que toda revolución nace de una pregunta incómoda. Hoy, aunque tenemos acceso a más información que nunca, el pensamiento crítico se diluye entre algoritmos y respuestas prefabricadas. ¿Será que tememos más a la libertad de dudar que a la opresión de las certezas dogmáticas?

Hay preguntas que definen nuestra humanidad: las existenciales, como «¿Qué sentido tiene el sufrimiento?»; las autocríticas, como «¿Actúo por convicción o por inercia?»; y las sociales, como «¿Por qué normalizamos la desigualdad?». Estas no son ejercicios abstractos, sino herramientas para desentrañar verdades. Las estructuras de poder prosperan cuando aceptamos sin dudar. Recordemos que la obediencia es cómoda; la duda exige coraje.

En un mundo donde las respuestas llegan antes de que terminemos de formular la duda, el arte de preguntar se convierte en un acto de supervivencia cognitiva. No es casual que las apps nos ofrezcan soluciones en segundos, pero nunca nos enseñen a cultivar la incertidumbre fértil. Preguntar con arte implica desconfiar de la velocidad, de lo prefabricado, de lo que nos devuelve el espejo digital de nuestras propias creencias. Es, en esencia, un ritual de paciencia: como el poeta que elige la palabra exacta o el músico que afina el instrumento hasta encontrar la nota pura. Cuando un niño pregunta «¿por qué las estrellas no se caen?», no busca un dato astronómico, sino tejer una narrativa propia. Ese es el núcleo del arte: no acumular respuestas, sino habitar el misterio con asombro.
Hay preguntas que no se agotan en una respuesta, sino que se clavan en el alma y crecen con nosotros. Son las que atraviesan épocas, como «¿Qué es la justicia?» o «¿Cómo amar sin posesión?». Estas no son herramientas, sino semillas: germinan en cada generación, adaptándose al suelo de su tiempo. El arte de preguntarse, en este sentido, es un diálogo con la eternidad. No es solo lo que preguntamos, sino cómo cargamos esas interrogantes al caminar. Como el personaje kafkiano que busca un sentido que nunca llega, o como Einstein, que convirtió su «¿Cómo sería viajar junto a un rayo de luz?» en una revolución científica, llevar preguntas incómodas es llevar antorchas en la oscuridad. Quizás por eso, en sociedades adictas a las respuestas rápidas, el verdadero arte sea aprender a bailar con las preguntas que no tienen fin.

Sí, vivir en la incertidumbre asusta. La verdadera rigidez se produce cuando te anclas a certezas frágiles que debes defender como incuestionables. La próxima vez que alguien diga «¿Para qué tanto cuestionar?» , responde: «¿A qué le temes?» . Vivir en la incertidumbre asusta, pero aferrarse a certezas frágiles es más peligroso. La rigidez intelectual mata más gatos que la curiosidad.

¿Es bueno preguntarnos? No solo es bueno: es un acto de rebeldía, un antídoto contra la indiferencia y, quizás, la única forma de no perder nuestra humanidad.


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