Decía Pablo Neruda que “la poesía nace del dolor”, para después afirmar que “la alegría es un fin en sí misma”. Vista de esta manera la cosa, la vida se nos antoja indeclinablemente lírica, cuando al asomarnos al mundo vemos, como apuntaría Nicanor Parra, paisano del autor de «Residencia en la Tierra», que “poesía es todo lo que se mueve”, agregando que “el resto es prosa”.
De tal modo que, para estos australes la poesía es una especie de sufriente devenir del que estamos desterrados algunos rientes letristas. Quisiéramos, pero lamentablemente no es así, somos también animales afligidos.
Sin embargo, si el padecimiento se comparte, si se torna, por ejemplo, en imputación de las iniquidades comunes, entonces la palabra se hace doblemente poética, pues, se metamorfosea en compromiso, en complicidad, se trueca en ardor consciente, en otredad.
Tal vez de aquí, de ese punzante influjo, nacería esa bella expresión que vería la luz hace un siglo, un profundo canto muy latinocaribeño defensor de una identidad invisibilizada: la poesía negra. Voces de historias, resistencias y memorias; verbos en los cuales lo africano no es tenido como un lastre, sino como una dimensión espiritual compleja, digna y universal.
Muchos serían los temas que aflorarían en Nuestra América para llamar la atención sobre la negación y la segregación étnicas.
Sin estar necesariamente inscrito en esta corriente literaria, resaltemos el poema «Píntame Angelitos Negros» de Andrés Eloy Blanco.
Pese a la dificultad de saber exactamente cuándo lo escribió, presumiblemente entre 1940 y 1944, sería en su libro «La Juanbimbada» que se haría más popular «Píntame Angelitos Negros», a casi un lustro de la desaparición física del Poeta Nacional, en 1959.
Se presume que un cuadro de la Virgen de Coromoto, Patrona de Venezuela, iluminaría al vate cumanés, quien al verla cercada de seres alados rubios, morenos e indios, denunciaría la falta de querubines de teces oscuras: “Pintor nacido en mi tierra,/ con el pincel extranjero,/pintor que sigues el rumbo/ de tantos pintores viejos,/ aunque la Virgen sea blanca,/píntame angelitos negros”.
La muerte de un niño sería el leitmotiv para criticar nuestra iconografía religiosa, para evidenciar, precursoramente, sus estándares estéticos eurocéntricos, para hacer una clarinada a la conciencia de nuestra diversidad cultural, convirtiéndose en todo un himno contra la exclusión y el racismo: “No hay una iglesia de rumbo,/no hay una iglesia de pueblo,/donde hayan dejado entrar/al cuadro angelitos negros./Y entonces, ¿adónde van,/angelitos de mi pueblo,/zamuritos de Guaribe,/ torditos de Barlovento?”.
Este poema alcanzaría repercusión mundial, entrando aceptablemente en las letras del continente.
Manuel Álvarez Rentería, actor y compositor mexicano, en 1946, le permitiría su pase a la inmortalidad al transformarlo en «Angelitos Negros», un hermoso bolero interpretado por Toña la Negra, Pedro Infante y Antonio Machín, inicialmente.
Al cine, igualmente, llegaría una película, dos años después, con el mismo nombre. Pedro Infante, Emilia Guiú, Rita Montaner, Titina Romay y Nicolás Rodríguez, bajo la dirección de Joselito Rodríguez, reproducirían un drama que pondría sobre el tapete una de las peores lacras que siguen azotando a la humanidad: la creencia de que hay seres superiores a otros por el color de la piel.
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