Sino



Los caminos del destino son insondables como la mente de Dios. La historia, como otra loca de la casa, está ahíta de situaciones en las que el relato de sus escribientes quiere meterla en la cintura de la racionalidad.

No siempre es así ¿Cómo se explica que un dictador mexicano se juntase con un poeta lírico venezolano en el atardecer de su existencia? ¿Cómo fue que aquel “preso de demencia”, aquel que “hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de Pasteles” según el Gabo, uniría sus días con el vate carabobeño, autor de «Horas de martirios»?

Aludir a Antonio López de Santa Anna, nacido en 1794, requeriría un tratado de centenares de páginas.

Sus biógrafos discuten sus incursiones políticas y militares, monopolizando la silla presidencial -a trancas y barrancas- casi una docena de veces. Su perfil se equipara con lo más sórdido del pugilato por el poder del México decimonónico: intrigas palaciegas, groseros oportunismos y seudoconversiones ideológicas lo caracterizarían en la plumas de varios.

Se dice que López de Santa Anna cambiaba de pareceres políticos con la misma prontitud con que se quitaba y ponía los calzones. Se afirma, sin exageración, que se acostaba realista y amanecía republicano, o se iba federalista y retornaba centralista.

López de Santa Anna llegaría a ser gobernador de Yucatán y Veracruz en horas disímiles. Desde 1833 asumiría la primera magistratura, autoproclamándose dos décadas después “Alteza Serenísima”. Su claroscura figura sigue siendo objeto de controversia: los motes de “traidor” y de “héroe” se disputan su estampa.

Los historiadores polemizan sobre este personaje que tuvo un papel estelar en las lides independentistas, en la Revolución de Texas, en el conflicto contra Estados Unidos y en la invasión francesa, respectivamente. Sufriría varios exilios. Fallecería a los 82 años, en 1876.

Otro periplo paralelo con trazas existenciales menos belicistas le tocaría experimentar al bardo Abigail Lozano, en la Venezuela convulsa del siglo XIX.

Alumbrado en Valencia en 1823, de andanzas porteñas, el hilo conductor de su vida conservadora sería borroso y conjetural. Entre Barquisimeto, Yaracuy y Caracas pasaría la gran parte de su tiempo.

Su huella en la prensa capitalina, sus esfuerzos editoriales, y sus combates políticos lo hicieron conocido en su momento. Sería en 1861, cuando al ser nombrado cónsul de Perú en Saint Thomas se vincularía con Antonio López de Santa Anna. Se haría así secretario privado del caudillo veracruzano. Le redactaría el Manifiesto a los mexicanos explicando nudos de su conducta pública. También fungiría como su traductor.

Un embaucador, el granadino Darío Mazuera, convencería al acaudalado López de Santa Anna de ser su emisario en Estados Unidos para la liberación de México y de ser el redactor de su biografía. Al final sería una estafa. Santa Anna se “vería obligado a empeñar sus valores y alhajas”.

Sabiendo la trama del timador y siendo testigo de excepción, Abigail Lozano pagaría con su vida en Nueva York por la acción de Mazuera: “Mi querido general Santa Anna, me muero… me envenenaron en el almuerzo… Temían que hablara y me quitaron de en medio… Cuídese usted… ¡Ah, mi familia! Mi desgraciada familia queda en San Thomas sin amparo. La recomiendo a su generosidad”.

Abigail Lozano moriría a los 43 años, en 1866. Romanticismo puro.

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