La entrega del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado no puede entenderse como un gesto neutral ni como un simple reconocimiento a la “lucha democrática” en Venezuela. Desde una mirada crítica, comprometida y senti-pensante, esta decisión del Comité Nobel noruego se inscribe en una larga tradición de instrumentalización simbólica del galardón para legitimar agendas geopolíticas, muchas veces contrarias a la paz que supuestamente promueve. El Nobel, lejos de ser un faro ético universal, se ha convertido en un dispositivo de poder que opera en el plano de la semiótica global: otorga sentido, prestigio y legitimidad a actores funcionales al orden hegemónico occidental.
María Corina Machado, figura emblemática de la oposición venezolana, ha sido presentada como la voz de la libertad frente a una supuesta dictadura. Pero su trayectoria está marcada por una retórica belicista, por llamados explícitos a la intervención extranjera, y por una negación sistemática del proyecto bolivariano como expresión legítima de soberanía popular. Su premiación no es un reconocimiento a la paz, sino una provocación simbólica que busca desestabilizar el proceso revolucionario venezolano y presionar a actores internacionales —en especial al presidente Donald Trump— para que retomen la senda de la confrontación directa.
Este gesto del Comité Nobel se produce en un contexto de agotamiento de las estrategias de cambio de régimen. Ni las sanciones económicas, ni los intentos de golpe institucional, ni las operaciones mediáticas han logrado quebrar la resistencia del pueblo venezolano. La revolución bolivariana, con sus contradicciones y desafíos, sigue en pie. Y eso incomoda profundamente a los centros de poder que ven en Venezuela un obstáculo a sus intereses geopolíticos. El Nobel a Machado es, entonces, una forma de reactivar el conflicto, de legitimar nuevas formas de intervención, y de enviar un mensaje claro a Trump: “Aquí tienes tu excusa”.
Pero esta jugada no es inocua. En el entorno del presidente estadounidense, donde se esperaba que el Nobel pudiera ser otorgado a él como símbolo de liderazgo global, la decisión ha generado descontento. El premio, lejos de unir, divide. Y en este caso, se convierte en un instrumento de presión que puede acelerar decisiones peligrosas. La paz, en nombre de la cual se entrega el galardón, queda relegada ante la urgencia de imponer un relato: el de la “liberación” de Venezuela por medios externos.
Desde una perspectiva revolucionaria, esta acción debe ser denunciada como parte de la guerra simbólica contra los pueblos que luchan por su autodeterminación. El Nobel no premia la paz, sino la obediencia al modelo neoliberal. No reconoce los procesos populares, sino a sus adversarios. Y en este caso, se convierte en un disfraz para la guerra, en una máscara que oculta la violencia estructural que se pretende desatar sobre Venezuela.
La historia juzgará esta decisión como parte del desprestigio acumulado del Premio Nobel. Ya lo vimos con Henry Kissinger, arquitecto de guerras y golpes; con Juan Manuel Santos, responsable de la militarización del conflicto colombiano. Hoy, con María Corina Machado, se consagra una narrativa que niega la paz como justicia social y la reemplaza por la paz como alineación geopolítica.
Ante esto, el pueblo venezolano debe reafirmar su conciencia histórica, su compromiso con la soberanía, y su rechazo a toda forma de intervención. La revolución bolivariana no necesita premios, necesita respeto. Y el respeto no se mendiga: se conquista con dignidad, con lucha, y con memoria.
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