Con el nombramiento de María Corina Machado como Premio Nobel de la Paz, asistimos a un triple asesinato.
El primer cadáver es el del ser. Si la ontología nos ha explicado que la realidad es y se materializa en su complejidad, el mencionado galardón entregado a la susodicha es la adopción del no-ser, de la nada; es la cristalización del paradigma de la muerte y es la compensación no sólo a la destrucción de un modelo político, sino de la propia existencia inteligente.
Para ella, las personas, como los valores que encierra el “milagro de la vida”, son negadas con una superficialidad pasmosa. No somos humanos ni universales en su mirada, de hecho, no tenemos “alma”, a la usanza de los originarios hallados por los invasores europeos del siglo XV.
El segundo deceso es el de la moral. Si hasta el momento -con todas sus contradicciones- se han defendido prácticas sociales tenidas como “buenas” -obviando el relativismo axiológico-, hoy las intenciones y las acometidas de la mencionada ponen en entredicho lo correcto de lo incorrecto. Es decir, se gratifica la mentalidad neofascista, por instigar invasiones, genocidios, por hacer llamados a bloqueos criminales y aplaudir secuestros violatorios del debido proceso.
Las normas mínimas de coexistencia pacífica se van al caño. Con una amenaza real en nuestras costas y con un despliegue de maniobras psicológicas y cognitivas, el reconocimiento a la referida busca fulminar el derecho, la justicia y la “estabilidad social” de Venezuela y de toda la región.
Así, la sensibilidad, el juicio, la motivación y el accionar morales pretenden ser pulverizadas con una sofisticada campaña goebbeliana.
En el lenguaje arendteano la laureada es la encarnación posmoderna de Adolf Eichmann, por su banalidad malvada, por su obediencia rastrera a los dictámenes de Benjamín Netanyahu, Marco Rubio y Donald Trump. Lo peligroso es que posiblemente la popular Sayona no sea una “psicópata”.
La otra difunta es la política. Esta condecoración aniquila el sentido del bien común y de la participación mayoritaria, en virtud de que, esa gente “indecente”, en su pensar, por su color de piel u origen social, debe ser reducida a la esclavitud o a la servidumbre.
La política para la premiada es la “solución final” de los menesterosos, y después, la entrega de Venezuela a sus amos neocolonialistas. Es una prosionista que odia el diálogo. No le dedicó su presea a los migrantes venezolanos, siquiera.
De tal modo que, el comité noruego recompensó la cultura del exterminio, que sin negar los desmanes pasados de Juan Manuel Santos o del mismísimo Henry Kissinger, por ejemplo, es la aludida superior en entreguismo, latrocinio e infamia. La doñita les gana de mano y no tiene precedentes.
Este premio es el silenciamiento del sentido común y de todos los parámetros que hasta ahora habían servido de columnas vertebrales de la occidentalidad; es la neutralización de la convivencia humana que, con sus presupuestos racionales y razonables, fueron soportes de un modo civilizacional que ya está haciendo aguas.
Este Premio podría ser la puerta al infierno o la muestra de un imperio en sus últimos días y de allí su desesperada estratagema geopolítica, o podría significar algo peor: la expiración del grado de humanidad ontológica, moral y política que todavía nos queda. Y nos perdonan el tono apocalíptico.
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