Lo absurdo en nuestra época.


Desde la filosofía cartesiana hasta nuestro discurso cotidiano, hemos abrazado la noción de un «yo» singular, coherente y estable. «Soy así», «esa no soy yo», “yo no me permito esto”, “me traicioné a mí mismo», son frases que revelan una creencia profundamente arraigada de que en nuestro interior habita un núcleo identitario único e inmutable.

Nos presentamos al mundo—y a nosotros mismos—como una entidad unificada sostenida por un ego, una especie de director general de nuestra propia psique. Otra metáfora sería la de un imperialismo que cree que lo domina todo. Sin embargo, esta imagen de nosotros como racionales, lúcidos, controladores y unitarios es, en el mejor de los casos, una simplificación necesaria para funcionar socialmente; y en el peor, una peligrosa ilusión que nos impide comprender la verdadera naturaleza de nuestra mente y de lo que somos.

La célebre novela de Robert Louis Stevenson, “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, es un relato de terror gótico (1886), (https://www.youtube.com/watch?v=jMHH6VZ2v5o) en donde un abogado investiga la extraña relación entre su viejo amigo el Dr. Jekyll y el misántropo Sr. Hyde que al final son la misma persona. Esta es una metáfora literaria perfecta para desmontar este mito que comparte también hasta cierta psicología tradicional. Además, no somos uno, ni dos, sino muchos. Somos un complejo ecosistema de sub personalidades que se han ido formando en nosotros, una asamblea de partes inconscientes que, dependiendo de las necesidades y los sucesos del contexto, toman el control del volante de la conciencia.

La idea de la multiplicidad interna no es nueva en psicología. Figuras como Carl Jung hablaba de los «arquetipos» y la «sombra»; y la Terapia de los Sistemas Internos (IFS) postula que la mente está naturalmente compuesta por una serie de «sub personalidades» o «partes» con roles, intenciones y emociones distintas. (Aquí no se conoce esta terapia porque nos hemos quedado adheriéndonos de forma defensiva a dogmas teóricos como el lacaniano, el dinámico o cognitivo conductual, solo por nombrar algunos).

El «yo unitario» sería entonces el resultado de una gestión exitosa, la sensación de armonía que emerge cuando estas partes colaboran bajo el liderazgo de un «Self» o yo central calmado y consciente. El problema surge cuando, ante el estrés, un trauma o circunstancias extremas, esta asamblea se fractura. Una parte herida, infantil, asustada o enfadada puede tomar el control de manera extrema, haciendo que actuemos de formas que, posteriormente, nos resultan ajenas. Es entonces cuando, perplejos, nos preguntamos: «¿Qué me pasó? No era yo».

El Dr. Henry Jekyll es el símil del yo socialmente aceptable, un hombre respetable, benevolente, racional y controlado. Representa la fachada diurna y pública que debemos mantener para ser miembros funcionales de la sociedad. Sin embargo, Jekyll siente una profunda incomodidad, el peso agotador de reprimir constantemente sus impulsos menos nobles, sus deseos ocultos, su «Hyde». En su búsqueda científica por separar el bien del mal, lo que realmente busca es una solución de compromiso, poder entregarse a sus bajas pasiones sin manchar la impecable reputación de Jekyll. Su posión no crea a Hyde de la nada; simplemente desata y da forma corpórea a una parte de sí mismo que ya existía, pero que mantenía encadenada en los sótanos de su inconsciente.

Aquí reside la primera gran lección. Mr. Hyde no es un demonio externo, sino una parte intrínseca de Jekyll. Es la sombra, el conjunto de características, impulsos y emociones que hemos aprendido a negar, reprimir y ocultar porque no encajan en nuestro ideal de quiénes deberíamos ser. La ira descontrolada, la envidia, la lujuria, la pereza, el egoísmo. Al negar la existencia de estas partes, en lugar de integrarlas o gestionarlas, les damos más poder. Se convierten en una fuerza autónoma y desbocada que, cuando emerge, lo hace con una intensidad devastadora, precisamente porque ha estado privada de expresión. Jekyll no quiere destruir a Hyde; quiere servirse de él sin asumir la responsabilidad. Este es el error fatal: creer que podemos aislar y expulsar las partes que no nos gustan de nosotros mismos.

La transformación de Jekyll en Hyde no es aleatoria; está inicialmente mediada por una poción, un disparador contextual. En nuestra vida diaria, no necesitamos de brebajes químicos; nos basta con el entorno. Somos criaturas profundamente sensibles al contexto, y diferentes situaciones activan diferentes «yoes» internos. No es lo mismo el «yo» que se presenta en una reunión de trabajo seria y formal, que el «yo» que ríe y bromea con sus amigos más cercanos, o el «yo» que cuida con ternura de un hijo, o el «yo» que estalla de frustración tras un día agotador.

Cada uno de estos «estados del yo» tiene su propio patrón de pensamiento, emocional y conductual. Un evento estresante (una discusión, una mala noticia) puede hacer que un «yo protector» iracundo tome el mando, diciendo o haciendo cosas de las que luego, cuando recupere el control el «yo racional diurno», nos arrepentiremos. Una situación de peligro puede activar un «yo valiente» que ni siquiera sabíamos que existía. La paradoja es que todos ellos son auténticamente «nosotros». El problema no es la multiplicidad en sí, que es natural, sino la falta de comunicación y conciencia entre estas partes. Cuando vivimos en la ilusión del yo unitario, nos aterra la aparición de estos «otros yoes» y entramos en un ciclo de culpa y represión que solo empeora la situación, tal como le sucedió a Jekyll.

El trágico final de Jekyll—atrapado en el cuerpo de Hyde sin poder volver—es la consecuencia máxima de la desintegración. Es la pesadilla de cuando una parte secuestra por completo nuestra identidad. La meta, por tanto, no es aniquilar a nuestro «Hyde» interno, sino aprender a conocerlo, escucharlo e integrarlo. En lugar de verlo como un monstruo, podemos preguntarnos: ¿Qué necesita esta parte? ¿De qué me está intentando proteger? Tal vez la ira de Hyde es la reacción de una parte que se siente oprimida por las rígidas expectativas de Jekyll. Tal vez su hedonismo es un grito desesperado de una parte que anula la espontaneidad y el placer.

La salud psicológica no es una unidad monolítica, sino la integración flexible. Se trata de convertirse en un director de orquesta sabio que reconoce a cada músico (cada sub personalidad), comprende su función y su sonido, y los dirige para crear una sinfonía armoniosa, incluso en momentos de crescendo dramático. Esto implica cultivar la atención plena para observar qué «yo» está tomando el control en cada momento, y tener la capacidad de elegir si le cedemos el altavoz o no.

Aceptar que somos una comunidad interna nos libera de la culpa paralizante. Deja de ser «yo soy un fracasado» para convertirse en «una parte de mí se siente fracasada en este momento». Este pequeño cambio de lenguaje es revolucionario, porque introduce la distancia necesaria para la compasión y la gestión. Al final, la verdadera fuerza no reside en la supresión de Mr. Hyde, sino en el valor del Dr. Jekyll de bajar al laboratorio de su propia psique, sentarse a dialogar con todas sus partes, y aceptar que la totalidad de quién es—con sus luces y sus sombras—es mucho más interesante, poderosa y humana que cualquier ficción de perfección unitaria. Somos, en definitiva, la paradoja viviente y contradictoria de una multiplicidad que anhela ser uno.


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