Una torta blanca, aunque sea negra


En Matrix (1999), se retrata un futuro distópico donde la humanidad vive conectada a una simulación digital, mientras su energía corporal es cosechada por máquinas que dominan el mundo real. Los humanos, sumergidos en un sueño artificial, creen ser libres, pero en realidad son baterías al servicio de un sistema que los reduce a meros recursos. Neo, el protagonista, descubre la verdad tras tomar la píldora roja: la realidad que percibe es un código diseñado para ocultar su explotación. Esta premisa no es solo ciencia ficción, sino una metáfora brutal de nuestra relación con la tecnología actual. Como señala Jean Baudrillard, «vivimos en un desierto de lo real, donde lo artificial se confunde con lo auténtico».

El paralelo es escalofriante: igual que en Matrix, millones de personas hoy viven conectadas a sistemas que extraen su atención, datos y tiempo, convirtiéndolos en insumos para algoritmos. Las redes sociales, los dispositivos inteligentes y las plataformas laborales digitales funcionan como la Mátrix moderna: una red de control que nos hace creer en la ilusión de autonomía, mientras nos explota. Morfeo lo resume con crudeza: «Eres un esclavo, Neo. Igual que los demás, naciste en cautiverio, en una prisión que no puedes ni oler, ni saborear, ni tocar. Una prisión para tu mente». Hoy, esa prisión no son los teléfonos que rastrean cada movimiento, apps que monetizan emociones y algoritmos que deciden qué deseamos antes de que lo sepamos.

La transformación del ser humano en extensión de las máquinas no ocurre con el estruendo de las fábricas del siglo XX, sino con el susurro de notificaciones, el parpadeo de pantallas y la ilusión de autonomía que nos vende la tecnología.

Hoy somos prisioneros de sistemas que operan tras capas de código, diseñados para mimetizarse con lo cotidiano. Los algoritmos deciden qué música nos define, las apps de entrega calculan nuestro valor en tiempos de entrega, y las pulseras inteligentes convierten pulsaciones y horas de sueño en datos vendibles. Y esta subordinación no se anuncia como explotación, sino como progreso: entregamos nuestra capacidad de actuar a cambio de comodidad, sin notar que cada clic nos acerca a un destino ya programado por otros. Como advierte Byung-Chul Han en “Psicopolítica”, «la libertad se transforma en coerción cuando elegimos, sin saberlo, solo lo que el sistema permite que elijamos». 

El proceso es tan gradual que confundimos la adaptación con la evolución. Los primeros obreros industriales sabían que la máquina los esclavizaba; hoy, creemos dominar a la tecnología mientras ella redefine nuestros hábitos, deseos e incluso nuestra biología y postura. Los celulares no son herramientas, son prótesis cognitivas que dictan cómo pensar (mediante búsquedas predictivas), cómo movernos (con mapas que anulan el sentido de orientación) y cómo relacionarnos socialmente (a través de likes que sustituyen el reconocimiento genuino). La paradoja es letal: cuanto más intuitivas son las interfaces, más profundamente internalizamos la lógica maquínica. Como señala Baudrillard, «el simulacro no es lo que oculta la verdad, es la verdad que oculta que no hay verdad». En este teatro digital, ni siquiera somos actores: somos efectos secundarios de protocolos que nadie ve. 

Lo más inquietante no es la dependencia, sino la normalización de la servidumbre inconsciente. Un repartidor que sigue órdenes de una app sin cuestionar la ruta absurda, un médico que confía más en un diagnóstico automatizado que en su propio criterio clínico, o un usuario que prefiere el consejo de un chatbot al de un amigo, son síntomas de una colonización cognitiva. La máquina ya no está fuera: habita nuestro lenguaje, nuestras relaciones, hasta nuestra mirada y deseos. El filósofo Günther Anders lo anticipó ya en los años 50: «El hombre se ha vuelto obsoleto frente a la perfección de sus propios artefactos». Hoy, esa obsolescencia no se vive como fracaso, sino como un destino inevitable, un guion escrito en algoritmos que aceptamos sin leer. La pregunta ya no es si somos apéndices, sino cuanto de humano se puede rescatar de esta simbiosis.

En Tiempos modernos (1936), Charles Chaplin mostraba al obrero industrial convertido en extensión de una máquina. Hoy, la explotación muta: no hay cadenas de montaje, sino algoritmos que convierten al humano en un apéndice de sistemas digitales. Este fenómeno no es abstracto: se materializa en interacciones cotidianas donde la tecnología redefine nuestra humanidad. Veamos cinco ejemplos de la maquinización de lo humano.

El profesional médico, atado a un dispositivo que escanea el ojo, ignora las quejas del paciente que no encajan en el formulario digital. Su rol se reduce a validar datos, no a escuchar síntomas subjetivos. La máquina dicta el ritmo, convirtiendo la consulta en un protocolo binario: «sí» o «no», sin matices.

Los operadores de los call centers y sus guiones automatizados: El empleado repite frases de un manual digital mientras un sistema de IA monitorea su tono y tiempo de respuesta. Cualquier desviación del guión —un chiste, una pausa para respirar— es penalizada como «improductividad». La empatía queda proscrita; sólo importa la eficiencia.

Repartidores y la tiranía del GPS: Apps de delivery trazan rutas que ignoran el agotamiento, la lluvia o el tráfico real. El repartidor no decide: obedece a una voz algorítmica que lo trata como un punto móvil en un mapa, no como un cuerpo que suda, se cansa o tiene hambre .

Los cirujanos y robots autónomos: ya en hospitales, los robots realizan suturas intestinales con precisión milimétrica. El cirujano humano supervisa, pero su destreza es desplazada por la eficiencia mecánica. Pronto, su rol podría reducirse a presionar «aceptar» en las decisiones de la IA .

Los usuarios de redes sociales y el imperio de los datos: Cada like, cada comentario, alimenta algoritmos que convierten la subjetividad en patrones monetizables. La identidad humana se reduce a un perfil predecible, mientras las plataformas nos entrenan para actuar como proveedores pasivos de datos.

Marx advirtió que el capitalismo no solo explota cuerpos, sino que vacía al trabajador de su capacidad creativa:

    «En la fábrica, el obrero es una pieza de la máquina; solo es libre fuera de ella, pero fuera de ella está condenado por el hambre» (Manuscritos económicos y filosóficos, 1844).

Hoy, esta lógica se extiende a lo digital: no solo vendemos tiempo, sino que renunciamos a nuestra capacidad y autonomía en favor de sistemas que deciden por nosotros. Jean Baudrillard lo explica desde la simulación posmoderna:

    «La tecnología no sustituye lo real: lo anula. Genera un simulacro donde incluso la resistencia es un guión preprogramado» (Cultura y simulacro, 1978).

El optometrista que solo mira pantallas, o el algoritmo que simula empatía en un chatbot, son ejemplos de esta hiperrealidad: intercambiamos interacciones auténticas por rituales vacíos mediados por máquinas.

Para terminar le pedí a una inteligencia artificial que elaborara un haiku (poesía japonesa) sobre este tema y elaboró lo siguiente:

“Pupilas en redes,

la pantalla traga almas…

¿Quién respira aquí?”

La paradoja es brutal: las máquinas se humanizan (robots que escriben poemas), mientras los humanos nos mecanizamos. Adaptamos nuestros tiempos de reacción a las aplicaciones que usamos y nos usan. La resistencia, sin embargo, persiste en grietas del sistema: médicos que apagan pantallas para escuchar a sus pacientes, o repartidores que organizan huelgas contra algoritmos, ya sería algo. Como diría Baudrillard, en un mundo de simulacros, actuar contra el guion es el último gesto revolucionario.


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