Pensé acercarme a tocar al mariscal tan amado y a que me viera llorar su espíritu, si su espíritu estaba en el bosque, y que me perdonara porque llorar no es cosa de hombres. Pero justo entonces vi a la muerte. Aquella mujer flaca y calva se bajó hasta pegar la cara de la tierra como un lobo, como un perro enamorado, y bebió la sangre que bajaba de la cabeza. Después le dio el beso en la frente y le cortó un crespo del cabello con la hoja del azadón. Luego desapareció por una puerta del bosque. Corrí, me parecía enorme el ruido suavísimo del chocar de las patas del animal sobre las cebollas, respiraba su olor espantoso, me sonaba a escándalo el ruidodel baúl chocando con la grupa del animal, llevaba la cara blanca, corría y corría aunque, cuando me atrevía a voltear hacia atrás, veía nada más selva. Así bajé por la montaña de Berruecos y subí por la que le estaba enfrente, y ya iba siendo oscuro. La noche cayó y yo continuaba avanzando, despacio porque era subida. Entonces recordé que los prestamistas de Egipto otorgaban sumas muy altas sobre los cadáveres pues no hay familia que deje de honrar la deuda porque el castigo es el descoyuntamiento y aventamiento de los huesos a las cuatro esquinas del mundo. El mariscal se ha parado delante de Osiris, juez munificente que es un ánfora con rostro y está sentado en medio de sus eminencias adláteres. Van los hombres a poner sus virtudes ante sus pies de juez, si son agraciados con la resurrección les dará a beber el jeroglífico de la resurrección. Pero sólo resucitan los que duermen íntegros de cuerpo en el seno de la tierra. El mariscal Sucre ha sido secuestrado en cadáver y dispersados sus trozos y su tumba llena con piedras. Está condenado a vagar ciego en la noche, entre enemigos que le hacen heridas desde lo oscuro. Es un vagar eterno. Cada cadáver tiene su moneda bajo la lengua para el viaje. Hay tumbas de gatos en este castillo que sólo forman paredes azules, oscuras y tiene por techo el cielo. Cocodrilos se hunden lentamente en el barro. Osiris, ven. Bebo el jeroglífico de la resurrección.
Este es uno de los tonos en que explora, recrea o adivina Gerónimo Pérez Rescaniere en su novela La muerte del príncipe,biográfica del multiheroico mariscal, ganadora del Premio Stefania Mosca de Fundarte y meditada por ésta.
Leyéndola se experimenta la sensación de estar frecuentando la mejor pieza literaria producida en dos siglos sobre el tema. No ha sido escasa la producción sucrista pero aquí se siente el tránsito de la narrativa latinoamericana por Pedro Páramo, Jorge Luis Borges, y el Boom.
Otros tonos son estrictamente históricos, de historia universal para el caso, como el que afirma: “En España, centro de esta historia junto a Francia y América latina, los conservadores españoles denunciaban traiciones liberales. Los protagonistas de tales traiciones serían los generales liberales llamados los Ayacuchos por haber supuestamente perdido esa batalla ex profeso, por órdenes de Inglaterra, que los destinaba a realizar la revolución en España. Perdonados intensamente por Sucre, pasaron a Brasil y finalmente se instalaron en España y apoyados inglesamente, derrotaron al heredero conservador de la corona, don Carlos, demostrando una fuerza que no se les vió en el Perú”.
Audaz es esta afirmación aunque bien basada en textos de historia española, aportando resonancias a un discurso narrativo del que no era fácil esperarlas. En todo caso, aporta una vivencia interesante, siguiendo consecuencias y frecuentando honduras como palacios reales hispanos o el salón Mosselman, parisino, accediendo informaciones distatísimas en principio a Sucre, como por ejemplo: “Karl Marx debía estar feliz con la caída del rey burgués supuso la señora y preguntó la manera de invitarlo a decir sus planteamientos en el salón. Oírlo sería entrar en un principio de entendimiento, negociar, a ver qué podía salvarse. Interpeló acerca de qué licor agradaba a Marx. Nadie supo decirle”.
Se ha detectado un vínculo, el Salón Mosselman era ambiente donde gobernaba el duque Charles Bresson, que fuera embajador ante Bolívar, intentando hacerlo rey y frecuentó, por supuesto, al mariscal. Al saintsimonianismo empezaba a llamarse socialismo utópico para diferenciarlo del de Marx.
“Tudor y el mariscal se saludaban con distancia y yo pensaba que debía cuidarse, que estaba sabido como el brazo derecho de Bolívar y como su heredero, dos razones para matarlo. En la lista de los candidatos a Brutus figuraban el vicepresidente, de apellido Santander, Jesús María Obando y La Mar, que era hombre de los Estados Unidos. Tudor era el director de ellos. Meditaba así cuando paramos en la casa de su tía de usted, Rosa Maroto. Qué chica tan dulce y tan modosa. Lo que tenía el general Maroto de bronco y altanero lo tenía Rosa de amable. Siempre la preferí a la Solanda, poderosa, enhiesta. Los vecinos sabían quién era su hermano y que aquella casa era la oficina de esos amores, también que estaba embarazada del mariscal. No sé lo que opinaban de aquella extraña situación que violentaba las alineaciones creadas por la guerra. El mariscal se perdió en el zaguán de la casa y me ordenó esperarlo en la acera pero ella salió un momento después sonriendo y templando del brazo al mariscal para invitarme a entrar a la casa. El mariscal asintió con un gesto y ella nos sirvió unas tazas de chocolate de Guayaquil, delicioso y tan denso que con dificultad entraban en él las cucharas. Servicio de plata gastaba. El mariscal me pidió ir al mercado y comprar un trozo de cerdo para la cena. Así lo hice. Allí vi algo que todavía hoy hiere mis sentimientos y todavía hoy asocio a su tía, un cabrito que me miraba desde la mesa de las carnes. Horrible cosa, el matarife lo había dejado vivo al apuñalarlo. La inadvertencia, la prisa, habían hecho aquella crueldad. Me miraba. Su sonriente tía está asociada en mí a aquel mirar tristísimo”.
Escuchamos la voz del capitán Estela, estela de Sucre, en este contrapunto de componentes documentles con monólogos interiores. Yn en Cien años de soledad el tono oficialmente omnisciente, de tercera persona, pero la intimidad habitó al lector. Tal es este caso y el de la autopsia :
“La cabeza del señor mariscal de Ayacucho muestra cabello de color negro encrespado con alopecia frontal bilateral. A seis centímetros hacia atrás de la oreja izquierda se halla herida de entrada de un proyectil de arma de fuego. El hueco es de cuatro centímetros de diámetro aproximadamente, muestra bordes irregulares. A su alrededor no se observa tatuaje de pólvora, lo que significa que el disparo fue hecho desde una distancia de dos metros o más. Explorando la herida con el estilete se encuentra que el canal se dirige de abajo a arriba y de atrás hacia adelante. La exploración es difícil a causa de los depósitos de sangre, irregulares. En el lado derecho, exactamente a nivel del borde superior del pabellón de la oreja, y a tres centímetros por detrás de ésta, se haya otra herida de forma redonda, de cinco centímetros de diámetro y de bordes dentados irregulares, lo que permite describirla como orificio de salida. Muestra proyección hacia afuera de masa encefálica y de fragmentos de hueso de tamaño inferior a dos milímetros, los cuales se encuentran confundidos dentro del cabello. Puede considerarse esta herida como la causa de muerte. Se aprecia una segunda herida con trayectoria izquierda a derecha lo que muestra la acción de tiradores enfrentados. Está en el cuello. La arteria aorta está intacta. La bala se encontró dentro del cuerpo, en contacto con las cuerdas vocales. A la altura del músculo cardíaco se haya herida de bala penetrante perforativa. La exploración del corazón es difícil a causa de los depósitos de sangre y ruptura generalizada. También puede considerarse esta herida como causa de muerte”.
Frialdad burocrática, campesinidad, audacia en cuanto no se emplea poesía caracterizan al capítulo donde se nos informa que, estando el mariscal muerto, el delegado de José María Obando sacó cuarenta pesos que le había entregado el general y les pagó a los asesinos y también a José Erazo, e inmediatamente le escribió al Obando una carta para comunicarle que estaba desempeñada su comisión en estos términos: “La mula de su encargo ya está cojida”.
Una objetividad que desaparece de pronto marca la cruel historia de la victimación de la hija del mariscal, lanzada desde un balcón siendo una niña. Es historia de alta política evitación del nacimiento de un partido sucrista.
“Recién muerto el mariscal, se intensificaron los galanteos de Isidro Barriga, que venían de la juventud. La culpa fue del mariscal, que lo metió en su casa antes de partir para Bogotá al Congreso. Barriga era elegante y buenmozo y más alto que el mariscal. La marquesa le guiñaba el ojo al mariscal señalándole a Barriga, deseosa de casarlo con una de sus hermanas. Pero fue para ella para quien lo consiguió. Nunca quiso al mariscal, decía “Con Sucre me casaron y con Barriga me casé”. La causa de la confusión de estas vidas, de todas, está pintada en el cuartel inferior izquierdo del escudo de la casa Solanda: las olas del mar, que Orellana acercó a Quito y el mariscal intentó acercar aún más”.
Ahí se asoma el último conato del Libertador, revelado por Pérez Rescaniere en su libro Simón Bolívar, guerra ocultada contra los Estados Unidos. Fue voz de historiador, exploración del secreto histórico dormido en el expediente de los asesinos.
. “Bolívar es hoy un Vesubio apagado, pronto a romper su cráter vomitando llamas de odio, de destrucción y de venganza… Su explosión es temible y puede lanzar al Gobierno republicano y a la libertad al caos del olvido. Sucre, Carreño, Luque, Portocarrero y otros pérfidos mariscales, son bocas que verterán la sangre, terror y espanto de que está hirviendo el fondo de aquel volcán.».
Si, aquí se sienten Pedro Páramo, Jorge Luis Borges y el boom de la literatura latinoamericana.
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