El Nobel de la paz para el odio


Juan Domingo del Sacramento de la Trinidad Infante, alarife y vecino de la parroquia Altagracia, hacia la primera mitad del siglo XVIII, construyó una ermita bajo la advocación de la Santísima Trinidad, en la que años más tarde se creará el templo y que desde fines del siglo XIX alberga a los eminentes civiles y militares del país.

Se hizo esclavo en dos ocasiones para contar con los fondos necesarios y continuar con su misión que solo los míticos personajes logran acometer movidos por el amor y la fe.

Infante levantó, además, con recursos propios y de otros vecinos, un puente al norte de Caracas (de la Trinidad) para cruzar la quebrada de Catuche, voz cumanagota que significa guanábano.

Amante de los árboles, plantó junto a su morada siete estacas del samán de Güere, obsequio de Hipólito Blanco quien le trajo las ramas en 1753, según refiere Arístides Rojas en sus Leyendas históricas de Venezuela (1890).

Se trata del samán que cobijó con su ancha copa al Libertador Simón Bolívar y sus tropas en su paso por Aragua. De esos vástagos, creció y sobrevive uno que podemos admirar entre los edificios de la Biblioteca Nacional, el auditorio Juan Bautista Plaza, la casa colonial del museo Fundación John Boulton y el Panteón Nacional.

Sin embargo, este coloso verde estuvo en peligro en diversas ocasiones. La primera noticia se remonta a los primeros años del ochocientos cuando un propietario pretendió derribarlo por razones crematísticas, mas fue defendido por un alma altruista. Rafael María Baralt rescata su historia en El árbol del buen pastor (1845), dedicado “a la memoria del difunto presbítero, doctor José Cecilio Ávila, a cuyo amable cuidado debe Caracas la conservación del samán de Catuche”, en la que con su diletante prosa nos cuenta el preocupado gesto del padre Ávila al comprar el árbol para evitar su tala.

El doctor Ávila fue rector de la Universidad de Caracas (1825-1833). Existió un busto del clérigo bajo la espesa sombra del samán, desaparecido a principios del siglo XX sin razón que lo justificara. Hoy, sigue erguido con su aquilatada presencia bicentenaria, testigo mudo de los cambios sufridos en esta ciudad insurgente en la que resuena aún la oda de Baralt: “¡Bendita sea la voluntad que te hizo hermoso y el poder que te hizo fuerte, árbol amigo!”.


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