El Nobel de la paz para el odio


Definitivamente estamos viviendo las consecuencias de un constante belicismo extendido a cualquier área de la realidad y esto por lo que vemos puede empeorar.  Y en medio de estas guerra polimórfica, nos encontramos que la vida hoy se caracteriza cada vez más por un ritmo vertiginoso, impulsado en gran medida por el incesante avance de la tecnología.

Este fenómeno de aceleración social, se manifiesta en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, desde la forma en que nos comunicamos hasta cómo trabajamos, nos entretenemos y nos relacionamos con el mundo que nos rodea.

Se habla del principio de aceleración de la tecnología que se basa en la idea de que el desarrollo tecnológico no es lineal, sino exponencial. Cada nueva innovación tecnológica se construye sobre las anteriores, lo que acelera el ritmo de los descubrimientos, las invenciones y las mutaciones.

Este principio encuentra su reflejo en la denominada Ley de Moore, que proyecta la duplicación de la capacidad de los microprocesadores aproximadamente cada dos años. Si bien esta predicción no es estrictamente objetiva, sí lo es el hecho de que el volumen de datos disponibles para entrenar sistemas de inteligencia artificial se duplica cada 2-3 años. Y aquí no estamos considerando a Deepseek, la IA china que ha puesto en crisis el imaginario occidental tecnológico.

Los modelos actuales de IA requieren menos recursos para alcanzar resultados superiores a sus predecesores. Este fenómeno ha sido bautizado como “Ley de Huang”, en alusión a que la eficiencia de las unidades de procesamiento aplicadas a IA se duplica anualmente, superando incluso el ritmo de la llamada ley de Moore.

Efectivamente, la aceleración tecnológica plantea un desafío crítico: el riesgo de que la capacidad humana de adaptación cognitiva, emocional y social quede rezagada frente al ritmo exponencial de los cambios. La rapidez con la que se desarrollan nuevas tecnologías dificulta la adaptación y el aprendizaje. El tiempo que tenemos para asimilar una nueva tecnología antes de que surja la siguiente se reduce constantemente. Esto puede generar una sensación de estar infatigablemente “poniéndome al día” sin llegar a estarlo nunca.

Este fenómeno, ya lo planteaba Alvin Toffler en los 70, en su libro “el shock del futuro”.

Vivimos en una paradoja histórica: mientras la tecnología avanza a velocidades exponenciales, nuestra biología, educación y estructuras sociales siguen ancladas en un modelo lineal. Este desfase no es solo una brecha técnica, sino una crisis existencial.

La curva de aprendizaje humana, moldeada por milenios de evolución gradual, choca frontalmente con la aceleración tecnológica que es algo no natural. Mientras un algoritmo de IA puede procesar petabytes de datos en segundos, nuestro cerebro tarda años en dominar un nuevo idioma o disciplina. La neuroplasticidad, ese milagro biológico que nos permite adaptarnos tiene límites físicos, no estamos diseñados para reprogramarnos o “reinventarnos” cada dos años como comienza a exigir la evolución tecnológica.

Nos enfrentamos a factores que exceden la curva de aprendizaje humana.

Existen los límites biológicos de procesamiento, el cerebro humano evolucionó para adaptarse a cambios lineales y locales, no a transformaciones exponenciales y globales. La neuroplasticidad tiene un ritmo limitado.

Esto ya lleva a que las habilidades y conocimientos se vuelven irrelevantes en años si no en meses, y no décadas como antes. Por ejemplo, un ingeniero de software debe actualizarse constantemente para no quedar obsoleto ante nuevos lenguajes de programación. Ya está ocurriendo un desfase evidente.

Las tecnologías emergentes ya se vuelven incomprensibles para la mayoría de los seres humanos. Muchas personas (incluso profesionales) no entienden cómo funcionan sistemas como blockchain, las redes neuronales profundas o computación cuántica, o una IA, lo que genera desconfianza o sumisión acrítica.

Pongo un solo ejemplo. La cantidad de información elaborada en libros y artículos en un año es ya imposible de analizar por una sola mente.

Y mientras estamos en esto ya el resultado es una sociedad dividida entre los que “entienden” (una élite de ingenieros, científicos y tecnócratas) y los que simplemente “usan” (el resto, dependiente de apps que no comprenden y algoritmos que deciden por ellos). La democratización del acceso a la tecnología no ha venido acompañada de una democratización del conocimiento. Y esto no es un error del sistema: es su lógica inherente.

Nos convertimos en usuarios pasivos y dependientes de aplicaciones que no comprendemos pero que nos facilitan algo dándonos un resultado.

Y la brecha digital ya no separa solo a ricos y pobres, sino a jóvenes y viejos, nativos y migrantes tecnológicos. Mientras los millennials y la Generación Z navegan con naturalidad en metaversos y cripto economías, gran parte de la población adulta lucha por entender conceptos básicos de seguridad digital, inteligencia artificial o no logran adaptarse a este panorama digital.

Pero esto no es solo un problema de edad. Es un síntoma de un sistema educativo obsoleto, que mantiene cuerpos en determinados espacios diariamente sub utilizando y atrofiando sus capacidades mentales, en lugar de ejercitarse en ser capaces de pensar críticamente en un mundo incierto. Las universidades enseñan un código que quedará obsoleto antes de que los estudiantes se gradúen, mientras ignoran disciplinas clave como la ética tecnológica o la gestión del cambio.

¿Y cuáles son los efectos psicológicos de esta aceleración? El “tecnoestrés” no es solo fatiga por usar un nuevo dispositivo: es la angustia de saberse permanentemente incompleto, de sentir que el mundo se acelera mientras uno por más que se empeñe se queda atrás. Plataformas como TikTok o Instagram, diseñadas para explotar nuestros circuitos de dopamina, agravan el problema: nos entrenan para consumir información en ráfagas, no para profundizar.

El riesgo no es que seamos reemplazados por máquinas, sino que nos convirtamos en versiones mutiladas de nosotros mismos: seres con atención fragmentada, dependientes de validación algorítmica, incapaces de distinguir entre lo urgente, lo importante y lo saludable.

Debemos ser conscientes que la aceleración tecnológica no es una ley natural, es una decisión política y económica. Empresas y gobiernos promueven la innovación constante porque beneficia al mercado, no necesariamente a las personas. Pero si seguimos midiendo el progreso solo por la velocidad, condenaremos a la humanidad a un papel secundario en su propia historia.

El desafío no es técnico, sino ético y cultural. Como dijo el filósofo Byung-Chul Han: “En la era de la aceleración, la revolución más radical es detenerse a pensar”.


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