No nos damos cuenta de nuestro afán cotidiano, que muchas veces no logramos reflexionar sobre nuestra vida sino solamente en una perspectiva instrumental y funcional. No logramos distanciarnos de ella, notar lo absurdo, lo inútil, lo inhumano porque el traficar cotidiano nos come. Y cuando no en alguna parte del planeta están poniendo en peligro todas nuestras vidas como hoy en Irán, manteniéndote así en vilo entre la incertidumbre y el miedo.
Pero volvamos al tema, imaginemos la cotidianidad como una sustancia espesa, pegajosa, viscosa. Una melaza existencial que se adhiere a nuestra mente entorpeciendo cada movimiento, cada pensamiento que pretenda elevarse más allá de lo inmediato. Esta viscosidad no es un accidente, sino una característica fundamental – y profundamente alienante – de la experiencia moderna. Es la cualidad que convierte la cotidianidad en una trampa asfixiante, impidiendo la reflexión genuina sobre nosotros mismos, el mundo que habitamos, la espiritualidad que anhelamos y las estructuras que nos oprimen. Explorar esta “viscosidad” es desentrañar un mecanismo central de la alienación contemporánea.
Lo viscoso atrapa sin violencia, no es una jaula, sino una sustancia que inmoviliza por adherencia y resistencia pasiva. Así opera la alienación moderna: no con grilletes, sino con la pegajosidad silenciosa de lo cotidiano que nos impide pensar, sentir o hasta rebelarnos.
Esta viscosidad se manifiesta de varias formas.
Tenemos la tiranía de lo urgente por ejemplo. La vida se fragmenta en una sucesión interminable de micro-tareas, obligaciones, notificaciones y demandas mínimas (el pago pendiente, el correo por responder, la compra del supermercado, la reunión intrascendente, el dinero que no tengo). Esta fragmentación opera como un lodo que llena cada resquicio de tiempo y atención. La mente se ve constantemente arrastrada hacia lo próximo, lo inmediatamente demandante, sin espacio para la distancia reflexiva. La pregunta «¿Qué sentido tiene todo esto?» queda ahogada bajo el «¿Qué tengo que hacer ahora?».
También está la rutina que va solidificando todo. Los hábitos, necesarios para la eficiencia, se solidifican en rutinas rígidas que adquieren la consistencia de un pegamento existencial. El camino al trabajo, las interacciones predecibles, los rituales domésticos, los patrones de consumo, se convierten en surcos profundos en los que nuestras vidas quedan atrapadas, moviéndose con un automatismo que anula la conciencia de elección y posibilidad. La viscosidad aquí es la inercia convertida en prisión invisible.
Y no es menos relevante el consumo como atractor de atención. La máquina capitalista late al ritmo de la producción y el consumo acelerados. Esta dinámica genera una viscosidad específica: la de la distracción perpetua. Pantallas que ofrecen estímulos fugaces, publicidad que apela a deseos superficiales, la presión por poseer lo nuevo, elinfinito desplazamiento en la pantalla. Todo ello crea un flujo constante y pegajoso de información y deseo que secuestra la atención, impidiendo la concentración profunda y prolongada, necesaria para pensar críticamente sobre el sistema mismo que la genera. Somos consumidores atrapados en la miel del mercado.
El sistema no necesita solo trabajadores/consumidores, necesita sujetos cuya subjetividad esté colonizada por la lógica del sistema mismo. La viscosidad cotidiana modela este sujeto. Reactivo en lugar de reflexivo, consumista en lugar de creativo, individualista en lugar de solidario, adaptado en lugar de rebelde. La alienación se completa cuando ni siquiera somos conscientes de ella.
Esta sensación pegajosa no es meramente subjetiva; es el resultado de estructuras socioeconómicas concretas que producen y explotan la alienación.
Así aparece la precariedad adormecedora, la inestabilidad laboral, la incertidumbre económica, la lucha constante por la supervivencia básica o el mantenimiento de un estatus frágil, son formas de viscosidad material aguda. Esta pegajosidad es literal, te pega a trabajos alienantes por necesidad, a deudas asfixiantes, a un lugar geográfico por falta de recursos para moverte. La energía vital se consume enteramente en despegarse del barro de la subsistencia, sin reservas para la introspección o la crítica social.
Por otra parte, tenemos la paradoja de la velocidad como parálisis disfrazada. Aunque todo parece moverse más rápido (información, transporte, ciclos de producción), esta velocidad constante crea una sensación de estancamiento o incluso retroceso a nivel personal y colectivo. Corremos frenéticamente sólo para permanecer en el mismo lugar pegajoso. La hiperactividad se convierte en otra forma de inercia, otra capa de viscosidad que impide detenerse a evaluar la dirección (o la falta de ella) de nuestra carrera.
Además, tenemos la fragmentación social y la pérdida de lo común, el individualismo exacerbado, la ruptura de los lazos comunitarios sólidos y la burbuja de las redes sociales que generan una viscosidad relacional. Las conexiones son a menudo superficiales, instrumentales o mediadas por pantallas, carentes de la profundidad y la confianza que permiten el diálogo reflexivo compartido y la acción colectiva transformadora. Estamos atrapados en un aislamiento pegajoso, incapaces de generar la fricción colectiva necesaria para cambiar la realidad.
Pero una de las consecuencias más graves de esta viscosidad cotidiana es el cerco a la dimensión interior y espiritual. Justamente, esta viscosidad te impide distanciarte y colocarte en un puesto de observación y reflexión más elevado. Todo lo contrario, lo que se te permite es que te disocies y fragmentes y termines en el mejor de los casos como un borrego adorador de algo.
La reflexión sobre uno mismo (¿Quién soy más allá de mis roles? ¿Qué deseo realmente? ¿Cuál es el sentido?) requiere silencio, soledad fértil, tiempo no estructurado. La viscosidad de lo cotidiano – con su ruido constante, su saturación de estímulos y su urgencia perpetua – es el antídoto perfecto. El barro existencial tapa los oídos del alma.
La búsqueda de sentido trascendente, la conexión con algo mayor que uno mismo (ya sea a través de la religión, la filosofía, el arte o la naturaleza), es sistemáticamente relegada a la categoría de «lujo» para momentos de ocio (si es que quedan) o reducida a fórmulas vacías, coaching espiritual o consumo de experiencias «místicas» empaquetadas o de empresas religiosas de salvación. La viscosidad material y mental hace que profundizar en estas cuestiones parezca un esfuerzo imposible, un lujo inalcanzable. La espiritualidad auténtica requiere un despegue de lo inmediato que la cotidianidad viscosa niega.
Entenderte y entender las fuerzas que moldean el mundo (políticas, económicas, ecológicas, históricas) exige tiempo, estudio, concentración y la capacidad de conectar puntos aparentemente distantes. La viscosidad, al atomizar nuestra atención y agotar nuestra energía cognitiva, nos mantiene en la superficie de los acontecimientos, vulnerables a la desinformación, el pensamiento dicotómico y la pasividad. La alienación aquí es de nuestra propia capacidad de comprender y, por tanto, de intentar transformar el mundo que nos rodea.
La «viscosidad de la realidad» es más que una metáfora poética; es una descripción precisa de la textura alienante de la vida contemporánea. Es el pegamento que nos sujeta a la superficie de las cosas, al ciclo perpetuo de producción/consumo/distracción, impidiéndonos bucear en las profundidades de nuestro ser, comprender las complejidades del mundo y conectar con lo trascendente o simplemente hacernos preguntas que casi nadie se hace. Reconocer esta viscosidad como un producto de estructuras socioeconómicas específicas, y no como una fatalidad natural, es crucial.
Despegarse del barro existencial no es buscar una imposible ingravidez, sino luchar por una mayor fluidez del ser. Es recuperar la capacidad de movimiento reflexivo, de circulación crítica de las ideas, de flujo auténtico entre lo interior y lo exterior, lo individual y lo colectivo, lo material y lo espiritual. Es una lucha contra las formas sutiles y omnipresentes de la alienación que nos mantienen atrapados en la pegajosa cotidianidad. Solo rompiendo esta viscosidad podremos aspirar a una existencia más consciente, más libre y, en última instancia, más humana. La pregunta crucial sigue siendo ¿Tenemos la fuerza, la claridad y la voluntad colectiva para despegarnos?
ultimasnoticias.com.ve
Ver fuente