Estoy leyendo ‘Lo que no tiene nombre’, un libro donde la escritora colombiana Piedad Bonnett se enfrenta al dolor de ver a su hijo perder la razón, descender a la locura, luchar por mantenerse cuerdo pero, finalmente, escoger la muerte como la única liberación posible.
Dicen que no existe dolor comparable a la pérdida de un hijo pero algunos agregan que ese dolor se duplica cuando la muerte es por suicidio.
Se supone que la muerte es la única certeza indiscutible que tenemos pero no por eso debemos buscarla.
Los existencialistas decían que “vivimos para morir”. Los amantes de obras literarias como ‘La náusea’ de Jean Paul Sartre, ‘El extranjero’ o ‘La peste’ de Albert Camus terminamos por compartir esas ideas.
Pero más de una religión defiende que morimos para resucitar o incluso para reencarnar.
Entonces, pensé en las otras muertes, las que experimentamos los que seguimos viviendo. La que vivió Piedad, por ejemplo, al perder a su hijo.
Las que han vivido tantos y tantos al perder a una persona, perderse a sí, perder el norte, el proyecto que habían construido, las ilusiones, la capacidad de confiar.
En términos psicológicos, este tipo de “perdidas” equivale a una especie de “muerte simbólica” que se siente como “la amputación de una parte de nosotros mismos”.
Creo que sería imposible definirlo mejor. No obstante: ¿esa parte vuelve a crecer o al menos aprendemos a vivir sin ella? ¿Existe algo en el mundo que aligere este dolor?
Mi algoritmo quiso responderme trayendo a colación un par de estudios donde se demuestra que las personas que practican lo que ahora llaman ‘mindfulness’ (atención plena al momento presente) enfrentan mejor este tipo de situaciones.
Entonces, recordé lo que decía el maestro tibetano Sogyal Rimpoché en ‘El libro tibetano de la vida y la muerte’: el sufrimiento que experimentamos tras una ruptura no proviene del amor, sino del apego.
La verdad, confieso que ese término (apego) así como ‘ego’, ‘energía masculina o femenina’, etc, etc, me cargan re mamada.
No obstante, comprendo la idea: El vinculo nos impide aceptar la naturaleza transitoria de las cosas, porque, de una u otra manera, quisiéramos creer que algo puede ser eterno.
De hecho, ese es el consuelo que nos hemos creado: ser eternos a través de los hijos que traemos al mundo, de las obras que creamos, de lo que hacemos, ergo, de los recuerdos.
Cuando yo era niña, quería ser una escritora muy famosa, que cuando alguien buscase mi nombre en google pues… venga… apareciera. Estaba empezando a vivir y ya tenía miedo de extinguirme.
Hoy por hoy escuchar que “todo en la vida se acaba” (lo bueno y lo malo) nos resulta cruel, aunque sepamos que es cierto. Por eso, apelamos a la vieja confiable: no se acaba, se transforma.
Tal vez si realmente lográsemos entender y aceptar que la impermanencia (ya sea a mediante extinción o transformación) es una constante de la vida podríamos soltar el control y abrazar los cambios.
Si yo lo aceptase podría hacer real lo que repito superficialmente en cada práctica de yoga: “vamos a vivir el presente sin aferrarnos al pasado ni obsesionarnos con el futuro”.
Pero me cuesta mucho, demasiado.
Mi psicóloga, además de trabajar en mi trastorno obsesivo-compulsivo, dice que el primer paso, al menos hoy, es: enfrentar el dolor.
Al parecer, reprimir las emociones solo prolonga el sufrimiento. En cambio, permitirnos sentirlas y procesarlas acelera la sanación.
Yo no sabía hacerlo, casi siempre me atiborraba de trabajo para no pensar, o me repetía que debía estar de pie porque otros (siempre los otros) “me necesitaban fuerte”.
Hoy me lo permito. Bajé todos los ritmos, lloro más de lo que pensé que se podía llorar, y pienso.
Igual aparece el TOC: ¿será que ahora voy muy lento? ¿Será normal llorar tanto? ¿Pienso o sobre pienso? Pero, vamos, pasito a pasito.
Mi única conclusión en este momento es que el vacío que sentimos tras una ruptura a veces también refleja el nivel de desconexión que teníamos con nosotros mismos.
Entonces, este es el momento de reencontrarnos, de volver a ser nuestra prioridad, de conocernos y cuidarnos un poquito más, un poquito mejor.
El psicólogo Carl Jung (que maldición que siempre vuelvo a Jung) decía que “a menudo la crisis es el punto de partida para la individuación, mismación o autorrealización”, es decir, el proceso a través del cual alcanzamos nuestra verdadera esencia.
Y cada proceso tiene sus tiempos ¿cierto? Entonces, a darle, bajo el manto del poeta Rainer Maria Rilke:
“Debemos aceptar nuestra existencia tan ampliamente como sea posible. Todo, incluso lo inaudito, debe ser posible en ella. Esta es, en última instancia, la única valentía que se nos exige: ser valientes ante lo más extraño, maravilloso e inexplicable que podamos encontrar”.
Feliz año, gente. Que el 2025 nos permita seguir leyéndonos. No pido más.
Por: Jessica Dos Santos / Instagram: Jessidossantos13
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