Lo más difícil de tener un perro no es tener que levantarse temprano, aunque haga frío, aunque llueva, aunque tengas sueño o simplemente no tengas ganas. No es salir cada noche cuando todo lo que deseas es quedarte en el sofá.
Tampoco es recoger pelos de cada rincón de la casa, ni de la ropa, ni aspirar tres veces por día sabiendo que en una hora parecerá que nunca lo hiciste. Recoger sus cacas o limpiar y limpiar.
No es gastar dinero en veterinarios, en comida de calidad, en juguetes que durarán apenas unos minutos. No es planificar tus vacaciones en función de si él puede venir o no. No es renunciar a ciertos planes, a ciertas invitaciones, porque donde tú vas, él no puede ir.
Eso, aunque parezca mucho, no pesa. Se vuelve rutina. Se vuelve amor y lo haces con total normalidad, es cotidiano y sí, te cansas, pero la verdad es que no se compara con el amor que recibes, la alegría que te da.
La parte más difícil llega de a poco, como el atardecer que se filtra silencioso entre las cortinas. Es darte cuenta de que su energía ya no es la misma. Es notar que la pelota que antes perseguía sin cansarse, ahora queda a medio camino y él te mira como diciendo «lo intenté».


Es ver que el brillo en sus ojos sigue ahí, pero detrás se esconde un leve velo de cansancio, es que sus pelos blancos ya no son solo una anécdota graciosa: son la señal de que el tiempo está haciendo su trabajo.
La parte más difícil es recordar al cachorro torpe que te mordía los cordones, y mirarlo hoy, moviendo despacio la cola, con el cuerpo cansado pero el alma intacta, haciendo su mayor esfuerzo por recibirte o darte un poco de amor.
La parte más difícil es saber que para ti, él fue una parte de tu vida, pero para él tú has sido toda la suya. Y entonces, el corazón se encoge. Porque no estás preparado. Nunca lo estás.
Porque el amor que te dio no tiene medida, y el silencio que deja será imposible de llenar. Sin embargo, volverías a elegirlo una y mil veces. Porque todo lo que dio, lo dio sin pedir nada a cambio.
La moraleja de todo esto es que tener un perro, es aceptar que un día tu corazón se romperá en mil pedazos, pero también es saber que, mientras late, ese corazón vivirá más lleno, más noble, más tierno, aunque viejo.
Porque quien ha sido amado por un perro, ha conocido una forma de amor que no se olvida jamás. Rocky es el mejor compañero de vida que he podido tener y estoy agradecido de todo el amor que me ha dado y me sigue dando.
Mientras ese corazoncito siga latiendo, seguiré adaptando mis horarios a sus paseos, rutinas, necesidades, mis paseos a los suyos y mi vida a sus tiempos, porque cuando necesité una mano amiga, de él siempre encontré su pata, sus lametones y hoy es él quien necesita de mí.
Lo único malo de los perros, es que duran muy poco, el colegio, la universidad, mi vida adulta y ahora… lo más difícil es aceptar, que no es un día más… si no un día menos. Gracias por tanto, seguiré cuidándote, hasta que quieras volver a tu estado natural.
Es que por ahí escuché a alguien decir: Cuando a Dios se le acaban las alitas, las cambia por colitas. No lo dudo.
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