En 1963, con apenas 19 años, Jane Wilde supo que su novio, Stephen Hawking (21), padecía de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y, según los médicos, le quedaban, como máximo, dos años de vida.
Pero, justo dos años después, los jóvenes amantes se casaron, y aquel matrimonio duró… 25 años.
De ella, la historia no nos dice nada… o nada bueno. Solo que un día, «de la nada», se divorció de un genio que, supuestamente, era tan pero tan bueno, que no solo permitió que ella le fuese «infiel» sino que «la alentó» a hacerlo.
Pero, hoy, tengo ganas de –una vez más- mostrar la cara femenina de la moneda.
Cuando Jane conoció a Stephen, ella también era una destacada estudiante universitaria que, desde el principio, puso un stop a su propia vida para salvar la de él.
De hecho, él hizo que pasaran su luna de miel en una conferencia de física al norte de Nueva York y en 1966 se doctoró en física teórica.
En cambio, ella tardó más de una década en obtener su doctorado en poesía medieval española:
«Me alegré de haber hecho el doctorado porque significaba que no era solo una esposa y que tenía algo que mostrar durante todos esos años. Por supuesto, tenía hijos para mostrar, pero eso no contaba en Cambridge en aquellos días».
En efecto, Jane tuvo que dedicarse a cuidar a Stephen y a los tres hijos que tuvieron: Robert en 1967, Lucy en 1970 y Timothy en 1979.
«Tenía bebés pequeños, me encargaba de la casa y cuidaba de Stephen a tiempo completo: lo vestía, lo bañaba, y él se negaba a recibir ayuda con eso excepto por mi parte», relató Jane, y agregó que durante muchos años Stephen se negó a utilizar una silla de ruedas.
«Salía con Stephen en un brazo, llevaba al bebé en el otro y el niño pequeño corría a mi lado. El niño se escapaba y yo no podía perseguirlo. Ese tipo de cosas hacían que la vida fuera bastante imposible».
Al cabo de unos años, Jane estaba tan cansada que pensó en acabar con su vida. No obstante, decidió refugiarse en Dios y eso hizo que todo fuese aún más difícil para ella pues Stephen era profundamente ateo.
De acuerdo con las memorias de Jane, tituladas «Hacia el infinito», mientras Stephen «se mofaba» de la religión, ella «necesitaba fervientemente creer que en la vida había algo más que los meros hechos de la leyes de la Física y la lucha cotidiana por la supervivencia» porque el ateísmo de su esposo «no podía ofrecer consuelo, bienestar ni esperanza».
«Yo entendía las razones del ateísmo de Stephen, porque si a los 21 años a una persona se le diagnostica una enfermedad tan terrible, ¿va a creer en un Dios bueno? Yo creo que no. Pero yo necesitaba mi fe, porque me dio el apoyo y el consuelo para poder continuar. Sin mi fe no habría tenido nada, salvo la ayuda de mis padres y algunos amigos. Pero gracias a la fe, siempre creí que iba a superar todos los problemas que surgieran», escribe Jane.
Precisamente, aferrada a su fe fue como Jane se negó a dejar morir a Stephen cuando una neumonía violenta lo dejó en coma.
Su estado de salud se agravó tanto que los médicos suizos le dijeron que no había nada que hacer y solo esperaban su autorización para poder desconectar la respiración artificial.
«Desconectar el respirador era impensable. ¡Qué final más ignominioso para una lucha tan heroica por la vida! ¡Qué negación de todo por lo que yo también había luchado! Mi respuesta fue rápida: Stephen debe vivir».
Los doctores no tuvieron más remedio que llevar a cabo una traqueotomía, una operación que le salvó la vida pero lo dejó sin habla, obligándole desde entonces a comunicarse con la legendaria voz robótica de su sintetizador… y seguir creando.
En este punto no puedo evitarme preguntarme si Stephen hubiera renunciado a su éxito para cuidar de Jane. Probablemente no. Un «genio» como él no habría «malgastado» su vida así. Ya saben, el prestigio nunca está en lo cotidiano, lo domestico, lo familiar.
Si la enferma hubiese sido Jane, tal vez la habría cuidado su madre, alguna hija, una jeva pobre a quien le pagasen por eso y, en ausencia de mujeres, alguna institución o centro médico.
Así que, como dice el escritor español Roy Galan:
“Si Stephen Hawking pudo observar las estrellas fue gracias a que tenía a alguien que le limpiaba el culo, porque cuando estás cagado no tienes ganas de mirar al cielo pero Stephen ha pasado a la Historia, con mayúscula, como el científico más importante después de Einstein mientras que Jane lo hará solo como su exmujer”.
Pero no solo como su exmujer sino como la exmujer que fue capaz de «dejarlo» y serle «infiel», aunque la infidelidad no fue tan así.
En medio del infierno que vivía, Jane acudía a la iglesia local, donde conoció a Jonathan Hellyer Jones, quien era organista del coro y acababa de quedar viudo hacía un año. Se volvieron confidentes. Una suerte de consuelo mutuo.
Entonces, Stephen, que pasaba días enteros sin hablar con Jane ni con sus hijos, sugirió que Jonathan se mudase a la casa:
«Yo temía morir en breve y quería que alguien la mantuviera a ella y a los niños», escribió el científico en sus memorias.
Jane aceptó esa rara situación: «me sentía comprometida con Stephen y no creía que pudiera arreglárselas sin mí. Quería que siguiera haciendo su maravilloso trabajo y que los niños tuvieran una familia estable, así que acepté eso. Sin Jonathan me hubiese hundido. Estaría en el fondo de un río o en una institución mental».
Pero, en realidad, Stephen ya tenía a otra y, de hecho, poco tiempo después le pidió el divorcio a Jane, para casarse con ella: Elaine Mason, su enfermera.
No obstante, en los años que pasó con Elaine, el científico fue objeto de maltratos, incluso terminó varias veces en el hospital con moretones, arañazos en la cara, cortes en el cuerpo, el labio partido y hasta una muñeca rota.
Una vez, Elaine lo dejó en la silla de ruedas bajo la pepa de sol, en el día más caluroso del año, para que se insolara y deshidratara. Asimismo, nunca le alcanzaba a tiempo la botella para hacer pipi. ¿Karma?
Por: Jessica Dos Santos / Instagram: Jessidossantos13
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