Escribo esta columna horas después de un viaje a la playa, donde cada segundo parecía existir unica y exclusivamente para ofrecerme una señal de cara al año nuevo, al mío.
Quizás me dejé influenciar por “la luna de lobo” en cáncer y me compré el cuento de que el 2025 será un año de “transformación” o tal vez la terapia empieza a surtir algún efecto.
Pero justamente, en esa lancha de Chuspa a Caribe, recordé cuando, años atrás, una amiga, que además es psicóloga, me dijo que lo único que la ayudó a superar su divorcio y la posterior migración de sus hijos fue… la naturaleza y su bicicleta.
En esa oportunidad, sus palabras me parecieron tan irreales, tan hippies: ¿o sea fuiste abrazando arboles y así llenaste el vacío de las grandes ausencias?, le pregunté, con esa ironía que se apoderaba de mí cuando algo no se correspondía con mis creencias.
Tras el recuerdo, giré la vista al motor de la lancha, observé lo que dejamos atrás y me hice consciente del instante exacto en que ya no logras recrear con exactitud el lugar donde tomaste la embarcación… por más que lo conozcas, aunque te acabes de ir.
Así empiezan las trampas de la mente y también nuestra incapacidad para disfrutar los nuevos trayectos, el porvenir, pensé.
Ya en tierra firme, me dediqué durante horas a contemplar el mar. Cada día me convenzo un poquito más de que deberíamos ser como el.
Es bonita la bondad con la que permite que el mundo lo habite a cambio de comprensión y respeto.
Es impresionante el crujido que hacen las olas cuando se rompen y la paz que irradian después… como nosotros, cuando nos quiebran o nos quebramos.
Ratifico la importancia de adentrarse porque –por raro que parezca- a veces la vida revuelca más duro a quienes se quedan en la orilla o en el punto exacto donde el miedo los detiene, el cual generalmente es donde las olas te golpean todo el cuerpo.
Entonces, me fijé en la determinación de los pelícanos para zambullirse al agua, desde el aire, casi verticalmente, de una forma veloz, con el único fin de cazar.
Leí que la mayor parte del tiempo capturan grandes cantidades de agua (hasta 11 litros), junto con sus posibles objetivos (peces), y deben hacer todo un esfuerzo físico para deshacerse del líquido y luego zamparse a su presa.
De eso también va la vida: para obtener lo que queremos, incluyendo nuestra transformación, hay que tragar agua, aprender a escupir, entregarse al proceso, saborear hasta los malos resultados.
Cuando alcé la vista un poquito más, estaban las otras aves, con su enorme capacidad para saber cuándo planear en vez de volar, de preservar la energía para el momento en que realmente la requieran, el instante donde o mueven las alas o se mueren.
Inevitablemente pienso en mí: en mis viejas e innecesarias batallas, en tantas y tantas guerras perdidas antes de empezar a pelearlas, a veces sin siquiera querer hacerlo.
Pero entonces llegaron los peces del río Guayabal, ellos nadan contra la corriente, se dejan llevar, vuelven a nadar y así, de una u otra forma, garantizan su permanencia (un tiempo) en el mismo lugar, donde -por alguna razón- quieren estar. Y sí, eso también es válido.
Tenía un par de años sin ir a un río. Me gustan mucho y creo haber descifrado la razón: es la sensualidad del rio que no quiere ser mar, que no necesita comparaciones, que se sabe tan dulce como poderoso.
Los árboles milenarios del lugar, que parecían expertos en espantar tristezas, me recordaron un poema de Gioconda Belli:
“Siempre habrá sol para revivirte, zarandearte, para que levantes la cabeza y vuelvas a sonreír, a estar, con esa fuerza vital que te asemeja al malinche o al cortés, cuando secos y mustios persisten, porque saben que habrá de llegar el día en que despertarán florecidos, vibrantes, llenando el campo con sus llamaradas naranjas, amarillas”.
Seguramente esta parezca otra columna sin sentido. De hecho, prometo que la semana que viene abandonaré el modo diario para traerles historias con más trama.
Pero hoy necesito decirle a mi amiga que tenía razón, que me disculpo por minimizarla, que la naturaleza si sana, y que lo hace enseñándonos, que agradezco sus consejos y que me siento contenta por haber descubierto que aún preservo estos ojos míos capaces de mirar todo como la primera vez, aunque sea la quinta o la décima.
Quiero atesorar los minutos donde esa misma naturaleza me susurra que el amor existe pero no es un medio ni un fin sino, como decía el Gabo, un estado de gracia.
Por: Jessica Dos Santos / Instagram: Jessidossantos13
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