Desde que empecé esta columna, utilizo mis entregas decembrinas para hacer balances realistas de fin de año, acompañar a los que (al igual que yo) nunca se han sentido cómodos con la navidad o de repente están pasando algún momento difícil, raro, nuevo.
De niña, recuerdo a mi mamá decir que era “horrible” que se muriera algún ser querido en navidad porque eso “dañaba todos los diciembres”.
Hace días, una vecina me dijo algo similar: “Jessica, he estado aislada porque es muy jodido estar triste en medio de un mundo que anda alegre”.
Yo no creo mucho en la alegría del mundo. Es decir, en esta alegría.
Creo que por estas fechas la mayoría anda sobreestimulada, esquivando, queriendo a juro pasar las páginas, soltar lo que pesa, anhelando que el reseteo interno y personal ocurriese junto con las doce campanadas… pero sabiendo que eso no funciona así.
En enero estarás igual de jodido que antes, con más kilos, menos real, etc, y está bien, no lo juzgo, es una pausa para muchos, el momento de “no me importa”, donde los obreros podemos intentar descansar o permitirnos algún “lujo” que el sistema nos prohíbe.
Es algo parecido a la historia de la gaita, la cual llega a nuestras tierras con los africanos, quienes eran llamados a la liturgia con una flautica llamada alghaita.
Un día, la Iglesia les dijo: ustedes van a la misa estrictamente católica y después les damos permiso para que hagan su ritual africano. De esa forma, empezaron a asociar el llamado que se les hacía con la alghaita, la gaita, con una parranda.
Bueno, eso, un año jodidos a cambio de unos días de placer.
Pero, ajá, ¿ y el después? La ruta para lo venidero debería surgir a partir de la honestidad con uno mismo, como la única vía para alcanzar la liberación.
Y, la verdad, mi mayor lección del 2024 es esa:
No somos totalmente diáfanos con nosotros, no nos conocemos, nos cuesta admitirnos, someternos a la transformación.
A finales de este año me ha tocado enfrentarme con mi sombra. La he visto, obvio que la he visto. He hablado con ella, sobre ella. No obstante, nunca he tenido una disposición real para comprenderla. Al final, solo queremos que se vaya, o que al menos no aparezca, que podemos mantenerla encerrada, que no lo arruine todo.
Mi sombra es obsesiva.
Es capaz de hacerme llegar tarde, de retrasar a otros, de poner a esperar a algunos, porque no puede salir de la casa sin lavar los platos o barrer el piso, porque es controladora, perfeccionista, tiene miedo a ser juzgada, a fracasar.
Es la sombra que busca cambiar a quienes amo en vez de aceptarlos, la que quiere que todo el mundo opere bajo su misma lógica, porque esa es su forma de sentir que “todo está y estará bien”, que “tiene el control”, que “nadie saldrá lastimado” porque, de lo contrario, no lo aguantaría, no podría soportar el dolor, no de nuevo.
De esta forma, se convierte en una sombra que posee, encarcela, castra, lastima, coarta los procesos individualísimos y también los suyos. Se convierte en una capa que sobreprotege sin darse cuenta que la sobreprotección no es amor, que genera codependencia donde debería habitar la libertad.
Una sombra que no puede responderle a Oliverio Girondo:
“¿Cómo amar sin poseer? ¿Cómo dejar que te quieran sin que te falte el aire? Amar es un pretexto para adueñarse del otro, para volverlo tu esclavo, para transformar su vida en tu vida. ¿Cómo amar sin pedir nada a cambio, sin necesitar nada a cambio?”
Mi sombra me convirtió en cárcel, me quitó la capacidad de hablar asertivamente con la gente que quiero, me regaló un látigo que hoy lucho por no usar, aunque no consiga soltar.
Todos nos preguntamos constantemente qué es el amor, si estamos enamorados, si nos aman, si volveremos a amar, pero casi ninguno de nosotros acepta someterse a la molienda que implica trabajar en nuestras sombras, queremos manos, abrazos, besos, pero no entendemos que cuando una herida sigue abierta hasta una caricia nos va a doler.
Somos esa gente rota que va culpando al que nos toca, porque nos duele, de verdad nos duele, y el dolor nos lleva a señalar eternamente a quien nos rompió, nos impide entender que no siempre la culpa es del hueso roto ni de la persona que lo toca, sino de uno.
De uno que vive huyendo a las cirugías de reconstrucción por temor a que duelan más, a quedar distintos, a no poder seguir excusándonos en lo mismo, hasta que un día la vida habla:
Quirófano o morir (sin renacer) por un hueso roto.
Sería muy bobo no escoger el quirófano ¿no?
Por un 2025 en la sala de operaciones, salud.
Por: Jessica Dos Santos / Instagram: Jessidossantos13
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